¿En qué sentido podemos nosotros entender que Dios ame a unos más que a otros? Siendo el amor de Dios la causa de todo bien, nadie sería mejor que otro si no fuera más amado por Dios; y Dios prefiere a los mejores, ya que son mejores por haber recibido más amor, dice santo Tomás en la Summa (cfr. I, q. 20, a. 3). Dios no ama a todos por igual. Ama más a los que son mejores. Y quienes son mejores lo son porque Dios, al amarles más, con un amor más especial les ha regalado mayores bienes. El amor increado de Dios a sus criaturas no es pasivo sino activo, creador, infinitamente generoso, libre, y sabio, tan todopoderoso que incluso del mal saca el bien. No nos ama porque nos vea amables, sino que porque nos ama somos amables para Él. La gloria de Dios es el principio y el fin del amor de Dios por nosotros, lo cual no es egoísmo divino como creían Kant y otros filósofos, porque no puede darse el desorden que supondría que el fin último del acto creador sea una criatura finita y no Dios mismo.
Parecería que esto de amar a unos más que a otros es imperfección más propiamente humana que perfección divina, pero no. Imaginando situarnos empáticamente en el lugar de Dios (lo cual es imposible), de modo análogo a como Dios es caridad (amor sobrenatural) infinita, pero no todos reciben su amor por igual, el sol da su inmensa luz a todos por igual, pero no todos la reciben por igual, y hay multitud de colores y sombras. ¿Ama Dios más a santa Catalina de Siena cuando al sol de occidente le cambia el corazón por el suyo, o al Cardenal Van Thuan cuando se posa entero en su mano al otro lado del mundo a la sombra de Oriente, o cuando aparentemente abandona a sus mártires en todo tiempo y lugar? No lo sabemos. Sí sabemos que es amor infinito. Y que quien es más bueno es porque ha recibido más amor de Dios. ¿Por qué es más amado por Dios? Por la buena y libre voluntad de Dios, que es una libre preferencia que tiene en sí misma su razón.
El voluntarismo semipelagiano afirma que podemos sin la ayuda de la gracia conseguir el comienzo de la Fe que nos salva y de la buena voluntad. Creen esos voluntaristas que podemos dar el primer paso hacia Dios sin equivocarnos. La verdad es que el primer paso verdadero lo da Dios, y posteriormente Dios lo consolida. Éstos no sólo creen poder tomar la iniciativa y dar el primer paso no en falso, sino que una vez justificados –supuestamente– por la gracia de Dios, creen que pueden continuar en el bien sin la ayuda de una gracia especial del mismo Dios. Creen que es suficiente el punto de partida de la buena voluntad natural para perseverar hasta llegar a la meta que la salvación. Los voluntaritas semipelagianos creen que Dios quiere salvarnos a todos, y esto lo creen bien, porque es verdad, el problema es que además de eso creen que Dios quiere salvarnos a todos por igual porque es simplemente observador y no autor de lo que diferencia a quien obra el bien de quien obra el mal, es decir de la buena voluntad inicial y final que hay en uno y no en otro. Pero la misma Verdad encarnada nos dice: “nadie viene a mí si mi Padre no le atrae” (Jn 6,44), y “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5); a quienes el Padre ha atraído “nadie puede arrancarlos de las manos de mi Padre” (Jn 10,29). También san Pablo: “¿quién te da ventaja sobre otros?”, o “¿qué tienes que no hayas recibido?” (I Cor 4,7), y “por nosotros mismos no somos capaces de concebir ni un solo pensamiento para salvarnos” (II Cor 3,5). Lo explica bien R. Garrigou-Lagrange a lo largo de sus obras.
El voluntarismo semipelagiano san Agustín lo criticó principalmente de dos formas. La primera es afirmando la gratuidad por pura misericordia de parte de Dios tanto nuestro buen comienzo como nuestro buen final. La segunda, haciendo ver que Dios no nos pide imposibles pues nos pide hacer lo que podemos y pedirle lo que no podemos; por eso todos podemos salvarnos y ser santos. El voluntarismo semipelagiano al negar lo segundo niega también lo primero. Creen que Dios manda a veces cosas imposibles, que Dios no quiere salvar a todos, que no todos pueden cumplir los mandamientos porque Dios no les da la gracia necesaria para cumplirlos. Con ello niegan la Justicia Divina, la Divina Misericordia y nuestro libre albedrío, y el pecado al ser inevitable no sería pecado aunque sí eternamente castigado. Las dos críticas de san Agustín fueron aprobadas por el II Concilio de Orange. Aunque Dios ama a unos más que a otros, a todos hace posible la salvación, incluso con ayudas especiales, y sólo quienes las rechazan no se salvan.
Las parábolas del tesoro y de la perla del Evangelio tienen un significado común: que el Reino de los cielos tiene un valor que puede ser medido por la cantidad de sacrificio voluntario que se sufre para conseguirlo. La perla y el tesoro. Lo que tenemos que dejar para tener el tesoro o la perla no es nada en comparación con lo que ganamos. Pero estas dos parábolas también es posible que puedan tener otro significado, o que una sola parábola tenga dos significados, especialmente cuando uno de ellos sólo es comprensible para algunos de los receptores del mensaje de Jesucristo. Supongamos que el Reino de los cielos es la Iglesia y que quien encuentra el tesoro y la perla no es un hombre sino Dios. Dios se hizo hombre y tenía que conquistar un tesoro que es la Iglesia. Se perdió todo a sí mismo y encontró la Iglesia. ¿Se perdió todo a sí mismo redimiendo a todos para salvar a algunos? ¿Se perdió todo a sí mismo pero no se beneficiarán todos? Sólo Dios sabe a quienes ama más que a otros, nosotros no podemos decir quién se ha salvado o no. Tan sólo una frase del Evangelio serviría para refutar el voluntarismo semipelagiano por los labios de la Verdad encarnada.
Dios hizo entender a Santa Teresa que es tan amigo de la virtud de la humildad porque ÉL es suma Verdad y la humildad es andar en verdad. En todo esto es fundamental el libre albedrío que Dios respeta. Santo Tomás lo explica muy bien en la Summa (I-II, c.5, a.5) refiriéndose al papel que juega nuestra voluntad y nuestro libre albedrío en la consecución de la felicidad.
Santo Tomás se sirve de una cita de Aristóteles en la que afirma que hay cosas que no podemos por nosotros mismos, pero sí podemos mediante amigos, y “lo que podemos mediante amigos de algún modo lo podemos por nosotros mismos” (Ética III c.3 n.13, Bk1112b27).
Queremos ser felices, y algunos creen que podemos conseguirlo por nuestros propios medios. Si la naturaleza no se equivoca en lo que la propia naturaleza necesita, y todos buscamos la felicidad pues este es nuestro fin último, y como nada hay más necesario que aquello por lo que se consigue el fin último, entonces no podría equivocarse en esto la naturaleza humana. Por consiguiente, parecería que podríamos conseguir la felicidad por nuestros propios medios naturales. Pero no es así. Los seres humanos no podemos conseguir la felicidad última por nuestros propios medios naturales, y que es cierto que así como la naturaleza suele proporcionar a los animales lo que necesitan para su limitada felicidad, a nosotros nos dio la razón y las manos, pero que con esto no podemos conseguir lo necesario para nuestra propia felicidad plena, porque nuestra felicidad perfecta sólo puede provenir de Dios. Sin embargo, aunque la naturaleza no nos proporcionara lo que necesitamos para conseguir la felicidad, no nos es imposible conseguirla. Hay algo con lo que podemos conseguirla. Es el libre albedrío. Con el libre albedrío podemos convertirnos a Dios, para que nos haga felices. ÉL sí puede. Dios es nuestro Amigo y lo que podemos mediante los amigos de algún modo lo podemos por nosotros mismos.
A algunos les parece que los seres humanos, por ser más que los seres irracionales, serían más autosuficientes, y con más motivo necesitarían menos de Dios.; si los seres irracionales pueden conseguir sus fines mediante sus medios naturales, mucho más los seres humanos podríamos conseguir la felicidad por nuestros medios naturales. Podemos coincidir y estar de acuerdo en que la felicidad es el bien más perfecto que buscamos; y en que la naturaleza que puede conseguir el bien perfecto es de condición superior –aunque necesite ayuda exterior para conseguirlo– que la naturaleza que no puede conseguir el bien perfecto sino que consigue un bien imperfecto, aunque para su consecución no necesite ayuda exterior. Por ejemplo: del mismo modo que está en mejores condiciones para la salud quien puede adquirir la salud perfecta aunque sea con la ayuda de la medicina que quien sólo puede adquirir una salud imperfecta sin ayuda de la medicina. Y por eso los seres racionales que podemos conseguir nuestro bien perfecto que es la felicidad aunque necesitemos para ello la ayuda de Dios somos más perfectos que los seres irracionales, que no son capaces de conseguir un bien así sino que sólo consiguen un bien imperfecto con los recursos de su naturaleza.
Alguien podría objetar que, aunque estamos de acuerdo en que la felicidad es la obra perfecta, correspondería a uno mismo comenzarla y llevarla a cabo, no a otro. Por consiguiente, como la obra imperfecta –que continuamente es como el principio en todas nuestras operaciones– está sometida a nuestras propias fuerzas naturales, por las cuales somos dueños de nuestros actos, parecería que podríamos alcanzar la operación perfecta, que es la felicidad, mediante nuestras propias fuerzas naturales. Pero no es así. Hay que distinguir entre felicidad perfecta y felicidad imperfecta. Los animales pueden conseguir su perfecta felicidad por sus propios medios. Pero nosotros, por nuestros propios medios, sólo podemos conseguir una felicidad imperfecta.
Nuestra perfecta felicidad no podemos conseguirla por nosotros mismos.
–¿Por medio de quién?
–Cuando lo perfecto y lo imperfecto son de la misma especie, pueden estar causados por la misma causa. Pero esto no es necesario cuando lo perfecto y lo imperfecto son de distinta especie.
–¿Por qué?
–Porque en el mundo material todo lo que puede causar que en la realidad las cosas sean como son no puede conferir la última perfección. Ahora bien, una obra imperfecta, que es lo que podemos hacer naturalmente los seres humanos, es claro que no es de la misma especie que la obra perfecta que es nuestra felicidad perfecta. ¿Por qué? Porque la especie de una obra depende del objeto, es decir, de lo que obra.
La felicidad (Dios) sólo la puede dar Dios. Es natural creer que podemos conseguir la felicidad por nuestros propios medios naturales, ya que las personas humanas somos naturalmente el principio de nuestros actos mediante el entendimiento y la voluntad. Pero la felicidad última, esa que sólo puede venirnos de Dios, y que nos tiene preparada, supera nuestro entendimiento y nuestra voluntad. Ya lo dijo san Pablo: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el entendimiento humano puede comprender lo que Dios tiene preparado para quienes le aman” (1 Corintios 2,9).
La felicidad imperfecta, la que podemos tener en esta vida, podríamos adquirirla por nuestros propios medios naturales, del mismo modo que también podemos adquirir la virtud en cuya operación consiste. Santo Tomás explica muy bien que nuestra felicidad perfecta consiste en la visión de la esencia de Dios. Ahora bien, ver a Dios por esencia es superior no sólo a nuestra naturaleza, sino también a la de toda criatura. En efecto, el conocimiento de cualquier criatura es según el modo de su sustancia, por ejemplo, el conocimiento nuestra inteligencia, que conoce lo que está sobre ella y lo que le es inferior, según el modo de su sustancia. Pero todo conocimiento según el modo de una sustancia creada es insuficiente en la visión de la esencia de Dios, que supera infinitamente toda sustancia creada.
Por consiguiente, no podemos conseguir la felicidad última por nuestros propios medios naturales. Pero tenemos libre albedrío, y con el libre albedrío podemos convertirnos a Dios, para que nos haga felices. ÉL sí puede. Dios es nuestro Amigo, y lo que podemos mediante los amigos de algún modo lo podemos por nosotros mismos.
La felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra. A santa Bernardita, la Virgen le prometió hacerla dichosa no en este mundo sino en el otro, pero la verdad es que la hizo feliz ya en este mundo. Jesucristo: bienaventurados los...; venid, benditos de mi Padre, porque...
Parecería que esto de amar a unos más que a otros es imperfección más propiamente humana que perfección divina, pero no. Imaginando situarnos empáticamente en el lugar de Dios (lo cual es imposible), de modo análogo a como Dios es caridad (amor sobrenatural) infinita, pero no todos reciben su amor por igual, el sol da su inmensa luz a todos por igual, pero no todos la reciben por igual, y hay multitud de colores y sombras. ¿Ama Dios más a santa Catalina de Siena cuando al sol de occidente le cambia el corazón por el suyo, o al Cardenal Van Thuan cuando se posa entero en su mano al otro lado del mundo a la sombra de Oriente, o cuando aparentemente abandona a sus mártires en todo tiempo y lugar? No lo sabemos. Sí sabemos que es amor infinito. Y que quien es más bueno es porque ha recibido más amor de Dios. ¿Por qué es más amado por Dios? Por la buena y libre voluntad de Dios, que es una libre preferencia que tiene en sí misma su razón.
El voluntarismo semipelagiano afirma que podemos sin la ayuda de la gracia conseguir el comienzo de la Fe que nos salva y de la buena voluntad. Creen esos voluntaristas que podemos dar el primer paso hacia Dios sin equivocarnos. La verdad es que el primer paso verdadero lo da Dios, y posteriormente Dios lo consolida. Éstos no sólo creen poder tomar la iniciativa y dar el primer paso no en falso, sino que una vez justificados –supuestamente– por la gracia de Dios, creen que pueden continuar en el bien sin la ayuda de una gracia especial del mismo Dios. Creen que es suficiente el punto de partida de la buena voluntad natural para perseverar hasta llegar a la meta que la salvación. Los voluntaritas semipelagianos creen que Dios quiere salvarnos a todos, y esto lo creen bien, porque es verdad, el problema es que además de eso creen que Dios quiere salvarnos a todos por igual porque es simplemente observador y no autor de lo que diferencia a quien obra el bien de quien obra el mal, es decir de la buena voluntad inicial y final que hay en uno y no en otro. Pero la misma Verdad encarnada nos dice: “nadie viene a mí si mi Padre no le atrae” (Jn 6,44), y “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5); a quienes el Padre ha atraído “nadie puede arrancarlos de las manos de mi Padre” (Jn 10,29). También san Pablo: “¿quién te da ventaja sobre otros?”, o “¿qué tienes que no hayas recibido?” (I Cor 4,7), y “por nosotros mismos no somos capaces de concebir ni un solo pensamiento para salvarnos” (II Cor 3,5). Lo explica bien R. Garrigou-Lagrange a lo largo de sus obras.
El voluntarismo semipelagiano san Agustín lo criticó principalmente de dos formas. La primera es afirmando la gratuidad por pura misericordia de parte de Dios tanto nuestro buen comienzo como nuestro buen final. La segunda, haciendo ver que Dios no nos pide imposibles pues nos pide hacer lo que podemos y pedirle lo que no podemos; por eso todos podemos salvarnos y ser santos. El voluntarismo semipelagiano al negar lo segundo niega también lo primero. Creen que Dios manda a veces cosas imposibles, que Dios no quiere salvar a todos, que no todos pueden cumplir los mandamientos porque Dios no les da la gracia necesaria para cumplirlos. Con ello niegan la Justicia Divina, la Divina Misericordia y nuestro libre albedrío, y el pecado al ser inevitable no sería pecado aunque sí eternamente castigado. Las dos críticas de san Agustín fueron aprobadas por el II Concilio de Orange. Aunque Dios ama a unos más que a otros, a todos hace posible la salvación, incluso con ayudas especiales, y sólo quienes las rechazan no se salvan.
Las parábolas del tesoro y de la perla del Evangelio tienen un significado común: que el Reino de los cielos tiene un valor que puede ser medido por la cantidad de sacrificio voluntario que se sufre para conseguirlo. La perla y el tesoro. Lo que tenemos que dejar para tener el tesoro o la perla no es nada en comparación con lo que ganamos. Pero estas dos parábolas también es posible que puedan tener otro significado, o que una sola parábola tenga dos significados, especialmente cuando uno de ellos sólo es comprensible para algunos de los receptores del mensaje de Jesucristo. Supongamos que el Reino de los cielos es la Iglesia y que quien encuentra el tesoro y la perla no es un hombre sino Dios. Dios se hizo hombre y tenía que conquistar un tesoro que es la Iglesia. Se perdió todo a sí mismo y encontró la Iglesia. ¿Se perdió todo a sí mismo redimiendo a todos para salvar a algunos? ¿Se perdió todo a sí mismo pero no se beneficiarán todos? Sólo Dios sabe a quienes ama más que a otros, nosotros no podemos decir quién se ha salvado o no. Tan sólo una frase del Evangelio serviría para refutar el voluntarismo semipelagiano por los labios de la Verdad encarnada.
Dios hizo entender a Santa Teresa que es tan amigo de la virtud de la humildad porque ÉL es suma Verdad y la humildad es andar en verdad. En todo esto es fundamental el libre albedrío que Dios respeta. Santo Tomás lo explica muy bien en la Summa (I-II, c.5, a.5) refiriéndose al papel que juega nuestra voluntad y nuestro libre albedrío en la consecución de la felicidad.
Santo Tomás se sirve de una cita de Aristóteles en la que afirma que hay cosas que no podemos por nosotros mismos, pero sí podemos mediante amigos, y “lo que podemos mediante amigos de algún modo lo podemos por nosotros mismos” (Ética III c.3 n.13, Bk1112b27).
Queremos ser felices, y algunos creen que podemos conseguirlo por nuestros propios medios. Si la naturaleza no se equivoca en lo que la propia naturaleza necesita, y todos buscamos la felicidad pues este es nuestro fin último, y como nada hay más necesario que aquello por lo que se consigue el fin último, entonces no podría equivocarse en esto la naturaleza humana. Por consiguiente, parecería que podríamos conseguir la felicidad por nuestros propios medios naturales. Pero no es así. Los seres humanos no podemos conseguir la felicidad última por nuestros propios medios naturales, y que es cierto que así como la naturaleza suele proporcionar a los animales lo que necesitan para su limitada felicidad, a nosotros nos dio la razón y las manos, pero que con esto no podemos conseguir lo necesario para nuestra propia felicidad plena, porque nuestra felicidad perfecta sólo puede provenir de Dios. Sin embargo, aunque la naturaleza no nos proporcionara lo que necesitamos para conseguir la felicidad, no nos es imposible conseguirla. Hay algo con lo que podemos conseguirla. Es el libre albedrío. Con el libre albedrío podemos convertirnos a Dios, para que nos haga felices. ÉL sí puede. Dios es nuestro Amigo y lo que podemos mediante los amigos de algún modo lo podemos por nosotros mismos.
A algunos les parece que los seres humanos, por ser más que los seres irracionales, serían más autosuficientes, y con más motivo necesitarían menos de Dios.; si los seres irracionales pueden conseguir sus fines mediante sus medios naturales, mucho más los seres humanos podríamos conseguir la felicidad por nuestros medios naturales. Podemos coincidir y estar de acuerdo en que la felicidad es el bien más perfecto que buscamos; y en que la naturaleza que puede conseguir el bien perfecto es de condición superior –aunque necesite ayuda exterior para conseguirlo– que la naturaleza que no puede conseguir el bien perfecto sino que consigue un bien imperfecto, aunque para su consecución no necesite ayuda exterior. Por ejemplo: del mismo modo que está en mejores condiciones para la salud quien puede adquirir la salud perfecta aunque sea con la ayuda de la medicina que quien sólo puede adquirir una salud imperfecta sin ayuda de la medicina. Y por eso los seres racionales que podemos conseguir nuestro bien perfecto que es la felicidad aunque necesitemos para ello la ayuda de Dios somos más perfectos que los seres irracionales, que no son capaces de conseguir un bien así sino que sólo consiguen un bien imperfecto con los recursos de su naturaleza.
Alguien podría objetar que, aunque estamos de acuerdo en que la felicidad es la obra perfecta, correspondería a uno mismo comenzarla y llevarla a cabo, no a otro. Por consiguiente, como la obra imperfecta –que continuamente es como el principio en todas nuestras operaciones– está sometida a nuestras propias fuerzas naturales, por las cuales somos dueños de nuestros actos, parecería que podríamos alcanzar la operación perfecta, que es la felicidad, mediante nuestras propias fuerzas naturales. Pero no es así. Hay que distinguir entre felicidad perfecta y felicidad imperfecta. Los animales pueden conseguir su perfecta felicidad por sus propios medios. Pero nosotros, por nuestros propios medios, sólo podemos conseguir una felicidad imperfecta.
Nuestra perfecta felicidad no podemos conseguirla por nosotros mismos.
–¿Por medio de quién?
–Cuando lo perfecto y lo imperfecto son de la misma especie, pueden estar causados por la misma causa. Pero esto no es necesario cuando lo perfecto y lo imperfecto son de distinta especie.
–¿Por qué?
–Porque en el mundo material todo lo que puede causar que en la realidad las cosas sean como son no puede conferir la última perfección. Ahora bien, una obra imperfecta, que es lo que podemos hacer naturalmente los seres humanos, es claro que no es de la misma especie que la obra perfecta que es nuestra felicidad perfecta. ¿Por qué? Porque la especie de una obra depende del objeto, es decir, de lo que obra.
La felicidad (Dios) sólo la puede dar Dios. Es natural creer que podemos conseguir la felicidad por nuestros propios medios naturales, ya que las personas humanas somos naturalmente el principio de nuestros actos mediante el entendimiento y la voluntad. Pero la felicidad última, esa que sólo puede venirnos de Dios, y que nos tiene preparada, supera nuestro entendimiento y nuestra voluntad. Ya lo dijo san Pablo: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el entendimiento humano puede comprender lo que Dios tiene preparado para quienes le aman” (1 Corintios 2,9).
La felicidad imperfecta, la que podemos tener en esta vida, podríamos adquirirla por nuestros propios medios naturales, del mismo modo que también podemos adquirir la virtud en cuya operación consiste. Santo Tomás explica muy bien que nuestra felicidad perfecta consiste en la visión de la esencia de Dios. Ahora bien, ver a Dios por esencia es superior no sólo a nuestra naturaleza, sino también a la de toda criatura. En efecto, el conocimiento de cualquier criatura es según el modo de su sustancia, por ejemplo, el conocimiento nuestra inteligencia, que conoce lo que está sobre ella y lo que le es inferior, según el modo de su sustancia. Pero todo conocimiento según el modo de una sustancia creada es insuficiente en la visión de la esencia de Dios, que supera infinitamente toda sustancia creada.
Por consiguiente, no podemos conseguir la felicidad última por nuestros propios medios naturales. Pero tenemos libre albedrío, y con el libre albedrío podemos convertirnos a Dios, para que nos haga felices. ÉL sí puede. Dios es nuestro Amigo, y lo que podemos mediante los amigos de algún modo lo podemos por nosotros mismos.
La felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra. A santa Bernardita, la Virgen le prometió hacerla dichosa no en este mundo sino en el otro, pero la verdad es que la hizo feliz ya en este mundo. Jesucristo: bienaventurados los...; venid, benditos de mi Padre, porque...